EL CARBONERO ALCALDE

En la localidad de La Peza hay un busto de un hombre de cabellos encrespados y largas patillas que nos recuerda al personaje televisivo de Curro Jiménez. El busto se sitúa sobre una gran base a modo de monolito y representa a Manuel Atienza, Alcalde de la localidad a la llegada de los invasores franceses. En la base del monumento reza la siguiente inscripción en letras mayúsculas "A MANUEL ATIENZA EL CARBONERO ALCALDE Y AL PUEBLO DE LA PEZA HONOR Y GLORIA EN RECUERDO DE LA HEROICA GESTA EN LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EL 15 ABRIL 1810 EL MUNICIPIO DE LA PEZA ESTE MONUMENTO SE INAUGURO EL 17 MAYO 1995 SIENDO ALCALDE D MANUEL MAIQUEZ RODRIGUEZ". Una placa en el Tajo de Barruecos, donde se arrojó Manuel Atienza evitando ser capturado con vida por los franceses, lleva inscrita la frase “yo soy la villa de La Peza, que muere antes de entregarse”.

En 1.859, Pedro Antonio de Alarcón (1.833–1.891) nos contaba la gesta del carbonero Alcalde y de todos los vecinos de La Peza que el día 15 de Abril de 1.810 se enfrentaron contra las fuerzas francesas y ofrecieron ese día y 4 después ante una nueva operación de castigo una resistencia heroica. Pedro Antonio de Alarcón, nacido en Guadix en 1.833 a no mucha distancia de La Peza, narra la desigual lucha a la que se entregó toda la población de esta localidad. La Peza destacaba por la fabricación de carbón vegetal y hasta poco antes de la fecha del relato había sido un importante punto del camino viejo de Guadix a Granada, importancia que declinó al potenciarse la actual vía que atraviesa el Puerto de la Mora y sobre cuyo trazado pasa la actual autovía. Muestra de esa pasada importancia son las ruinas del castillo medieval que se conservan en la parte alta de un pueblo que hasta el siglo XVI había vivido fundamentalmente de la labranza y el pastoreo.

Retomando la historia del Carbonero Alcalde, dejemos que sean las palabras de Pedro Antonio de Alarcón las que nos expliquen aquellos hechos, de cuyo relato me he permitido entresacar los fragmentos más significativos. Nos cuenta el escritor que habiéndose asentado los invasores franceses en Guadix y esperándose que una columna de doscientos hombres se dirigiera a tomar posesión de la villa de La Peza, en ella “hallábanse cortadas todas sus avenidas por una muralla de troncos de encina y de otros árboles gigantescos, que la población en masa bajaba del monte vecino, y con los que formaba pilas no muy fáciles de superar” ofreciendo “aquel recio muro de madera (…) una especie de torre por el lado frontero al camino de Guadix, y encima de esta torre habían colocado los lapezeños (¡asómbrense ustedes!) cierto formidable cañón, fabricado por ellos mismos, y de que ha quedado imperecedera memoria; el cual consistía en un colosal tronco de encina ahuecado al fuego, ceñido con recias cuerdas y redoblados alambres, y cargado hasta la boca con no sé cuántas libras de pólvora y una infinidad de balas, piedras, pedazos de hierro viejo y otros proyectiles por el estilo”. Además de con el cañón, los lapezeños contaban escopetas, trabucos, cuchillos y poco más. Al frente de aquel grupo de vecinos figuraba como improvisado General el alcalde Manuel Atienza.

“Los doscientos lapezeños toman las armas y se forman en batalla enfrente del Ayuntamiento” por la llegada de los franceses y ante el grito de los congregados de “-¡Viva el señor alcalde!”, este responde “-¡Qué alcalde ni qué cuerno! ¡Viva Dios! ¡Viva Lapeza! ¡Viva la independencia española!”. (…) “Una vez cambiado este saludo de guerra, su merced ordena a Jacinto que toque un largo redoble; llama a su lado al pregonero y, por boca de éste, que repite una a una y hasta media a media las palabras del caudillo, pronuncia la siguiente proclama, no escrita: «Por noticias del tío Piorno se ha sabido que el enemigo de la patria viene hoy a Lapeza a conquistarnos y robarnos los bienes; y nosotros con la bendición del señor cura, y el auxilio de nuestra santa patrona la Virgen del Rosario, vamos a defendernos como buenos españoles y a mostrar a la ciudad de Guadix, que si ella se ha entregado al francés, los vecinos de Lapeza saben morir, como murieron los vecinos de Madrid el día Dos de Mayo, o vencer, como vencieron los vecinos de Bailén hace dos años; y, en su virtud, el alcalde hace saber a estos vecinos que el que no perezca en el presente día defendiendo su casa, será declarado mal español y traidor a la patria, y morirá, como corresponde, colgado de una encina de la sierra. Y para que conste, no sabiendo firmar, lo hace su merced con la cruz que acostumbra, de que certifica el infrascrito. ¡Viva Dios! ¡Viva la Virgen! ¡Viva España! ¡Viva Fernando VII! ¡Muera Pepe Botellas! ¡Mueran los franceses! ¡Muera Godinot! ¡Mueran los traidores!».(…) “El cura bendecía y absolvía una vez más a sus animosos feligreses”, (…) “casi todas las mujeres rezaban en la iglesia; y en cuanto a los niños, habíase dispuesto aquella mañana mandarlos todos a lo alto de Sierra Nevada, a fin de que sus vidas no corriesen peligro, y pudieran servir, andando los años, para rechazar otra invasión extranjera”. En esto estaban cuando hacia las tres de la tarde “una nube de polvo indicó (…) la proximidad del enemigo” y ante el sonido de algunos tiros “los lapezeños saltaron de entusiasmo”, al mismo tiempo que se izaron “en la antigua fortaleza de los moros, y en el parapeto de encima, dos o tres banderas hechas con pañuelos negros” mientras que “las campanas tocaron a rebato; muchas viejas empezaron a gritar, y los mozos a lanzar silbidos; algunas piedras zumbaron en el espacio, y los escopetazos del camino oyéronse más frecuentes y más próximos”. Ante la proximidad de los franceses, Manuel Atienza dijo: “A ver, Jacinto, que suene ese tambor... ¡España y a ellos! ¡Viva la Virgen!”.Tras esto, los franceses hicieron un alto ante “una nube de piedras y de balas” y “un momento después contestaron éstos con una nutrida descarga, que dejó fuera de combate cinco lapezeños”. Esta situación hizo que el acalde ordenara el alto el fuego, y explicó a sus vecinos: “Están todavía muy lejos y tenemos poca pólvora. Dejémosles acercarse... Ya sabéis que el cañón se reserva para lo último, y que hasta que yo tire el sombrero no se le arrima la mecha. Ustedes, señores, a ver si se callan y cuidan de los heridos”. Habiéndose acercado la formación enemiga, “los peones se replegaron a los dos lados del camino, dejando paso a la caballería” y el alcalde exclamó: “-¡Fuego!”. Tras esto, “allí fue lo horrible. Allí fue lo inenarrable” porque “franceses y españoles dispararon sus armas a un mismo tiempo, sembrando la tierra de cadáveres: la caballería aprovechó este momento para llegar al pie de la muralla, presumiendo sin duda poderla saltar con sus impetuosos bridones; centenares de piedras derrumbaron a caballos y jinetes; éstos empezaron, por su parte, a degollar a mansalva, y en aquel supremo tumulto, en medio de aquel estrago, de aquel torbellino, de aquella confusión, he aquí que estalla, por último, el tremendo cañonazo, produciendo un estampido fragoroso y llevando la muerte a sitiados y sitiadores”. Aquello se debía a “que el cañón había reventado al tiempo de disparar” porque “la encina, hecha pedazos, vomitaba la metralla en todas direcciones, lo mismo hacia atrás que hacia adelante y por los costados, revuelta con mil fragmentos de madera”. Y como los franceses “ignoraban los medios de defensa que aún podían tener reservados aquellos demonios; como tampoco sabían su número, y como todo lo temían ya de ellos, pensaron en salvarse a toda prisa; y, desordenados, dispersos, atropellando la caballería a la infantería, y desoyendo los soldados las voces de sus jefes, emprendieron una retirada muy semejante a una fuga, perseguidos por los gañanes, que aún tenían a su disposición tres leguas cubiertas de proyectiles para sus hondas, y por algunos escopeteros a quienes quedaban cartuchos”. Para oprobio de los invasores, estos se retiraron “apedreados (…), fusilados, ennegrecidos por la pólvora, cubiertos de sangre, sudor y polvo, y habiendo dejado cien hombres en Lapeza y en el camino, entraron en Guadix, a las ocho de la noche, los vencedores de Egipto, Italia y Alemania, vencidos aquel día por una fuerza inferior de pastores y carboneros”.

La reacción francesa tuvo lugar cuatro días después cuando “salían con dirección a la villa gobernada por Atienza dos mil cuatrocientos hombres de todas armas, al mando de un oficial general, y con tantos víveres y municiones como si se tratara de sitiar una plaza fuerte”. Pero “a nadie encontraron por el camino: ni un tiro, ni una pedrada los recibió. Todo era silencio y soledad en la ensangrentada villa”. Así que pudieron comprobar que “la destruida muralla de troncos no había sido recompuesta, y las campanas no hacían señal de la llegada del enemigo”. Y los franceses sólo encontraron “algunas pobres mujeres, que habían bajado aquel día a dar una vuelta por sus abandonados hogares y en busca de víveres para los emigrados” en “los rincones de la iglesia, adonde se habían guarecido, creyendo que allí las respetarían los ilustres conquistadores”. Pero “a falta de varones fuertes que vencer, ofrecióles allí la pérfida fortuna míseras doncellas que ultrajar, inocencia que escarnecer, virtud que cubrir de oprobio y amargura”. Tras esto, “ufanos y satisfechos volvían hacia Guadix aquellos héroes, llevando, como únicos prisioneros hechos en aquella ruidosa expedición, un inerme anciano, decrépito y enfermo, que encontraron en una choza, y un tímido adolescente que lo cuidaba, cuando la noticia de lo que sucedía en sus hogares, divulgada en la sierra por alguna atribulada fugitiva, precipitó sobre el camino a los enfurecidos padres, hermanos y novios, que bajaban de las alturas como despeñados torrentes”. Unos cien lapezeños “a las órdenes de Atienza y los dos mil cuatrocientos expedicionarios franceses” se enfrentaron, y “una vez lanzado el reto y trabada la lid, los lapezeños empezaron a batirse en retirada (…) con el fin de internar a los enemigos en las fragosidades de la sierra”. Y “estos cometieron la imprudencia de caer en el lazo; y si bien es verdad que sus terribles armas casi concluyeron con aquel puñado de valientes, no lo es menos que compraron la vida de cada uno” a un alto precio. Emilio Atienza, arrinconado y conminado a rendirse, responde “¡Yo no me rindo! -dice-. ¡Yo soy la villa de Lapeza, que muere antes de entregarse!”, rompe el bastón de Alcalde “entre sus manos, lo arroja a la faz de los franceses, y él se precipita detrás, cayendo contra las peñas de un hondo barranco, donde sus huesos de bronce crujen al saltar hechos astillas”.

Cuando el general Godinot en Guadix sabe que sus fuerzas sólo han traído prisioneros un viejo y un muchacho “insiste en que sean ahorcados los dos débiles prisioneros”. Procediéndose con la orden “ataron una soga al cuello del niño, y lo arrojaron desde un mirador de la casa del Ayuntamiento a la Plaza Mayor de Guadix” pero la soga se rompió “y el niño cayó contra el empedrado”. Tras esto, “anudaron la parte rota, tornaron a subir a la pobre criatura, colgáronlo de nuevo, y la soga se volvió a romper”. De nuevo en el suelo tenía todos los huesos rotos aunque no había muerto. “Entonces un oficial de dragones, conmovido al mirar que se pensaba en colgarlo por tercera vez, llegóse al infeliz... y le deshizo la cabeza de un pistoletazo”. Respecto al anciano, “saciada de este modo, al menos por aquel día, la ferocidad de los vencedores, dignáronse perdonar”le. “Diéronle, pues, libertad, y el pobre viejo salió de la plaza corriendo y tambaleándose, y tomó el camino de su pueblo, donde murió de tristeza aquella misma noche” porque “¡el niño asesinado en Guadix... era su hijo!”.

Gonzalo Antonio Gil del Águila

Granada, 5 de Enero de 2008

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