EL CARBONERO ALCALDE Y LA VENGANZA FRANCESA SOBRE LA PEZA

Habiendo tenido que retirarse con sensibles pérdidas el contingente francés que había intentado tomar Lapeza, la reacción francesa tuvo lugar cuatro días después cuando, de acuerdo con las palabras de Pedro Antonio de Alarcón (1.833–1.891) “salían con dirección a la villa gobernada por Atienza dos mil cuatrocientos hombres de todas armas, al mando de un oficial general, y con tantos víveres y municiones como si se tratara de sitiar una plaza fuerte”. Pero “a nadie encontraron por el camino: ni un tiro, ni una pedrada los recibió. Todo era silencio y soledad en la ensangrentada villa”. Así que pudieron comprobar que “la destruida muralla de troncos no había sido recompuesta, y las campanas no hacían señal de la llegada del enemigo”. Y los franceses sólo encontraron “algunas pobres mujeres, que habían bajado aquel día a dar una vuelta por sus abandonados hogares y en busca de víveres para los emigrados” en “los rincones de la iglesia, adonde se habían guarecido, creyendo que allí las respetarían los ilustres conquistadores”. Pero “a falta de varones fuertes que vencer, ofrecióles allí la pérfida fortuna míseras doncellas que ultrajar, inocencia que escarnecer, virtud que cubrir de oprobio y amargura”. Tras esto, “ufanos y satisfechos volvían hacia Guadix aquellos héroes, llevando, como únicos prisioneros hechos en aquella ruidosa expedición, un inerme anciano, decrépito y enfermo, que encontraron en una choza, y un tímido adolescente que lo cuidaba, cuando la noticia de lo que sucedía en sus hogares, divulgada en la sierra por alguna atribulada fugitiva, precipitó sobre el camino a los enfurecidos padres, hermanos y novios, que bajaban de las alturas como despeñados torrentes”. Unos cien lapezeños “a las órdenes de Atienza y los dos mil cuatrocientos expedicionarios franceses” se enfrentaron, y “una vez lanzado el reto y trabada la lid, los lapezeños empezaron a batirse en retirada (…) con el fin de internar a los enemigos en las fragosidades de la sierra”. Y “estos cometieron la imprudencia de caer en el lazo; y si bien es verdad que sus terribles armas casi concluyeron con aquel puñado de valientes, no lo es menos que compraron la vida de cada uno” a un alto precio. Emilio Atienza, arrinconado y conminado a rendirse, responde “¡Yo no me rindo! -dice-. ¡Yo soy la villa de Lapeza, que muere antes de entregarse!”, rompe el bastón de Alcalde “entre sus manos, lo arroja a la faz de los franceses, y él se precipita detrás, cayendo contra las peñas de un hondo barranco, donde sus huesos de bronce crujen al saltar hechos astillas”.

Cuando el general Godinot en Guadix sabe que sus fuerzas sólo han traído prisioneros un viejo y un muchacho “insiste en que sean ahorcados los dos débiles prisioneros”. Procediéndose con la orden “ataron una soga al cuello del niño, y lo arrojaron desde un mirador de la casa del Ayuntamiento a la Plaza Mayor de Guadix” pero la soga se rompió “y el niño cayó contra el empedrado”. Tras esto, “anudaron la parte rota, tornaron a subir a la pobre criatura, colgáronlo de nuevo, y la soga se volvió a romper”. De nuevo en el suelo tenía todos los huesos rotos aunque no había muerto. “Entonces un oficial de dragones, conmovido al mirar que se pensaba en colgarlo por tercera vez, llegóse al infeliz... y le deshizo la cabeza de un pistoletazo”. Respecto al anciano, “saciada de este modo, al menos por aquel día, la ferocidad de los vencedores, dignáronse perdonar”le. “Diéronle, pues, libertad, y el pobre viejo salió de la plaza corriendo y tambaleándose, y tomó el camino de su pueblo, donde murió de tristeza aquella misma noche” porque “¡el niño asesinado en Guadix... era su hijo!”.

Gonzalo Antonio Gil del Águila

Granada, 8 de Julio de 2008

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